Greg LeMond se ajustaba la hebilla de su casco segundos antes de subirse a la rampa de salida de la última etapa del Tour de Francia de 1989. Ya en posición, inspiró profundamente, se agarró del manillar y salió despedido hacia los Campos Elíseos. Tenía por delante tan solo 24km de contrareloj para darle la vuelta a una empresa colosal: recuperar los 50 segundos de desventaja con los que salía para poder arrebatarle a Laurent Fignon el maillot amarillo en París, en su casa, el último día del Tour.
El francés lucía su cinta en el pelo, su dorado cabello recogido con una cola y sus gafas redondeadas: era su imagen habitual. Pero, ¿y LeMond? El estadounidense llegó a la cita final con un atuendo que a muchos en aquella época les pareció la imagen de un marciano sobre ruedas: gafas aerodinámicas, casco aerodinámico, bicicleta aerodinámica y… un manillar muy extraño.
LeMond había visto aquellos nuevos manillares por primera vez en el Ironman de Hawai’i, una competición que desde 1978 supuso el inicio del triatlón tal y como hoy se conoce. Esos nuevos habitantes del Planeta Deporte, los triatletas, comenzaron a aportar innovaciones y LeMond reparó en una que sería clave: el manillar aerodinámico (también conocido hoy como aerobar o acople).
Sobre ese extraño tubo redondeado el ciclista apoyaba sus codos, bajando la posición del tronco y, por consiguiente… ¡eureka! dijo LeMond, reduciendo la resistencia al avance del ciclista. Era la primera vez que una bicicleta como aquella se veía en el ciclismo profesional y el estreno no pudo ser mejor ya que las investigaciones demuestran que, contra el crono, la ventaja de las cabras sobre las flacas es tan grande que aquellos 58 segundos que LeMond le robó a Fignon en tan solo 24km fueron gracias al material que utilizó. Esa innovación le dio la victoria final, aquel 23 de julio, por una diferencia de tan solo 8 segundos, la más pequeña en la historia del Tour. Fignon al llegar a meta se derrumbó y Francia entera lloró, ya que no podía creer lo que acababa de suceder: un ciclista vestido de marciano acababa de conquistar los Campos Elíseos.
A partir de aquel momento el ciclismo vivió una revolución basada en la ciencia aplicada a la bicicleta y aceleró de tal manera que todavía hoy se sigue aprovechando aquella inercia.
Desde entonces la inversión en ciencia y tecnología es constante, siempre buscando la optimización del rendimiento del ciclista. La década de los noventa tuvo como protagonista al pulsómetro, una herramienta utilizada ampliamente hoy en día. Y junto a ello se sentaron las bases para llegar a crear materiales más ligeros y resistentes, bicicletas con geometrías diferentes según si el objetivo es una contrareloj, una etapa llana o una de alta montaña, tejidos inteligentes y cascos e incluso acabados en la ropa más aerodinámicos. Todo ello acompañado de la enorme evolución que la planificación del entrenamiento del deportista ha experimentado.
Y hoy: ¿dónde está la clave para llevar al máximo el rendimiento de un ciclista? Cuando se le pregunta a los profesionales qué es lo que siempre llevarían consigo para un entrenamiento o una competición, la respuesta coincide de forma contundente: el potenciómetro. Se trata de un medidor de la potencia (en vatios) que ejerce el ciclista cada vez que imprime fuerza sobre el pedal. Gracias a la enorme cantidad de información que aporta se puede conseguir que el deportista llegue a su máximo nivel, hasta tal punto que algunas voces clásicas del ciclismo piden que se prohíba su utilización ya que aporta tantos datos y son tan exactos que para ellos el ciclismo deja de pedalearse con el alma, con las emociones y pasa a ser pura matemática, pura fisiología. Aunque lo cierto es que el potenciómetro aporta todavía más posibilidades, es enriquecedor y ayuda a que el ciclista y su entrenador se conozcan mucho mejor, algo que permite que muchas más puertas se abran a la hora de conquistar una competición, como hizo Froome en el pasado Giro de Italia, atacando de lejos, a la antigua usanza, mientras todos esperaban que todo se decidiese en el último puerto de montaña de cada etapa con ascensos. Y es que el potenciómetro, bien utilizado, enriquece al ciclismo.
El Tour de Francia ya lleva en marcha una semana y a buen seguro que el ciclista que se vista de amarillo el último día en París habrá estado atento en todo momento a los vatios que ha ido generando, calculando cada detalle para ser el vencedor final sin dar ventajas que puedan suponer que otro LeMond aparezca, esta vez en el siglo XXI, de nuevo en los Campos Elíseos.
Dijo un sabio, «a veces se gana, a veces se pierde…pero siempre se aprende»
Con un maestro como tú, eso siempre pasa. Gracias
Rafa: pues hoy lo has podido ver de nuevo.
Un potenciómetro es una herramienta que nunca engaña, que ha logrado traer la precisión al mundo del ciclismo y de la carrera a pie gracias a que podemos planificar de forma precisa a ciclistas y atletas mediante la medición de los vatios que van produciendo en sus entrenamientos y competiciones.
Pero además es importante señalar que el potenciómetro abre las puertas a que un deportista se conozca mucho mejor y a que pueda planificar nuevos caminos en su entrenamiento y competición que rompan con los estándares anteriores. Lejos de lo que algunas personas afirman, cuando dicen que con el potenciómetro se hace todo matemático y frío, lo que realmente ocurre es que se abren puertas que antes ni siquiera sabíamos que se podían aprovechar gracias a que el deportista puede llegar a conocerse mucho mejor y a que puede planificarse su entrenamiento de manera 100% personalizada, algo que convierte a cada individuo en un deportista distinto.
¿Puede haber más magia?
¡Y una vez más: gracias por leerme! ¡Sigamos aprendiendo!